A más de treinta años de la recuperación de la democracia, el fenómeno de la tortura y los malos tratos en cárceles y comisarías sigue siendo una terrible y lamentable realidad. A pesar de las permanentes denuncias de la comunidad internacional y de los esfuerzos que se han llevado a cabo en los últimos años, en muchas instituciones de encierro la perspectiva que posee un detenido de sufrir un atentado contra su dignidad sigue siendo cierta. En el contexto del sistema penal, la pervivencia de la tortura y demás prácticas ilegales a detenidos es la deuda pendiente más urgente en el proceso de consolidación de nuestra democracia, merecedora también de una política de Estado que articule los cambios necesarios. Porque afecta a decenas de miles de personas en situación de encierro. Porque constituyen atentados a los más preciados bienes jurídicos de un Estado de derecho. Porque degrada también a los perpetradores y a sus instituciones estatales. Y porque destruye las pocas esperanzas que Occidente le sigue deparando a las ideologías de la resocialización, al consagrar unas condiciones que conducen fatalmente a la reincidencia, con impacto también en las demandas públicas de seguridad.